Texto y música : Miquel Pujadó
Una tarde en el bar Pastís
ahogaba el techo gris
de Barcelona
en la voz de la Piaf
que me rodeaba como un vaho
desde hacía un rato.
Y, con una sonrisa torcida,
me distraía imaginando
que, al cruzar nuevamente la puerta,
me hallaba de repente
en la rue d’Ménilmontant.
Entonces, paso a paso,
iba detrás de mi nariz
con disciplina
mientras recorría un bulevard
y obedecía si el viejo Montmartre
me decía “¡Ven!”.
sin ceremonias,
mi culo besaba un banco,
y con los ojos cerrados escuchaba
la callada melodía
del lento fluir de la sangre.
Una hoja alocada
me ocupaba la mirada
por unos cuantos segundos eternos
y se fundía cual mantequilla la verja de mis infiernos.
que los problemas rastreros
cargados de mala leche,
que aquí suelen sacudirme
y cogerme por el pescuezo como a un rábano.
Con la luna, reemprendía
mi camino una vez más.
Tranquilamente avanzaba,
parándome a cada paso para escoger el siguiente destino.
tomaba al pasar
el brazo de alguna chica,
y nos perdíamos por los callejones,
olvidando las palabras en el fondo
de un pozo de alegría.
aparcábamos los esqueletos
en la mesa de una taberna
y aliñábamos los besos
con botellas desangradas
y un suspiro de acordeón.
Hasta que en una melodía
se colaron a traición
cuatro versos de Espriu
y, a lomos de un fragmento de Cántico, volví raudo al nido. (*)
me dejé llevar por el viento
que nunca se cansa
Rambla arriba, con la humedad
por bufanda, y mecido
por la añoranza.
La ciudad, sin embargo, me sonreía
desde el agua de un charco,
sin rencor ni mala cara.
¡Y pensar que no hacía mucho sólo pensava en dejarla plantada!
me sentí algo feliz
por un rato,
sabiendo en lo más profundo de mí
que no puedo ni quiero huir
de Barcelona.
ahogaba el techo gris
de Barcelona
en la voz de la Piaf
que me rodeaba como un vaho
desde hacía un rato.
Y, con una sonrisa torcida,
me distraía imaginando
que, al cruzar nuevamente la puerta,
me hallaba de repente
en la rue d’Ménilmontant.
Entonces, paso a paso,
iba detrás de mi nariz
con disciplina
mientras recorría un bulevard
y obedecía si el viejo Montmartre
me decía “¡Ven!”.
Saturado de parsimonia,
sin ceremonias,
mi culo besaba un banco,
y con los ojos cerrados escuchaba
la callada melodía
del lento fluir de la sangre.
Una hoja alocada
me ocupaba la mirada
por unos cuantos segundos eternos
y se fundía cual mantequilla la verja de mis infiernos.
Veía el mundo mucho más real
que los problemas rastreros
cargados de mala leche,
que aquí suelen sacudirme
y cogerme por el pescuezo como a un rábano.
Con la luna, reemprendía
mi camino una vez más.
Tranquilamente avanzaba,
parándome a cada paso para escoger el siguiente destino.
Como quien coge lilas,
tomaba al pasar
el brazo de alguna chica,
y nos perdíamos por los callejones,
olvidando las palabras en el fondo
de un pozo de alegría.
Para saborear la madrugada,
aparcábamos los esqueletos
en la mesa de una taberna
y aliñábamos los besos
con botellas desangradas
y un suspiro de acordeón.
Hasta que en una melodía
se colaron a traición
cuatro versos de Espriu
y, a lomos de un fragmento de Cántico, volví raudo al nido. (*)
Empujando la oscura puerta,
me dejé llevar por el viento
que nunca se cansa
Rambla arriba, con la humedad
por bufanda, y mecido
por la añoranza.
La ciudad, sin embargo, me sonreía
desde el agua de un charco,
sin rencor ni mala cara.
¡Y pensar que no hacía mucho sólo pensava en dejarla plantada!
Una tarde en el bar Pastís
me sentí algo feliz
por un rato,
sabiendo en lo más profundo de mí
que no puedo ni quiero huir
de Barcelona.
(*) Referencia al poema “Assaig de càntic en el temple” de Salvador Espriu.